El Estado dominicano viene auto imponiéndose reglas que de forma progresiva han venido mermando su capacidad de ejecutar obras y servicios en beneficio de los ciudadanos de forma ágil y efectiva. Una de las reglas que mejor muestra esta inexplicable limitación y quizás sirvió como uno de los puntos de partida para la moda regulatoria de ponerle palos a las ruedas es sin duda la actual Ley de Compras y Contrataciones No. 340-06.
La ley tuvo un objetivo original loable en mejorar la transparencia en los procesos de compras y contrataciones del Estado y estimular mayor participación de la ciudadanía en estos procesos, sin embargo este enfoque claramente estableció una preferencia en regular un proceso que a enfocarse en el objetivo.
Que el Estado sea transparente en la forma como hace las cosas no puede, bajo ningún concepto, tener mayor preeminencia normativa a que el Estado pueda, de hecho, hacer las cosas. Pero precisamente esto es lo que ocurre con la actual ley que lanza toneladas de burocracia a los procesos de compras y contrataciones con la esperanza que de ello resulte “transparencia”, para el final quedarnos con pocas cosas haciéndose y no tanta transparencia en las cosas que sí se hacen.
Más aún la ley obliga a los entes públicos a sujetarse a una serie de procesos estáticos indistintamente del objeto central de la compra o contratación, las licencias de software para correr las computadoras del Estado se sujetan a la mismas reglas que la construcción de una carretera, el Estado tiene la obligación de estipular condiciones técnicas sobre la solución que desea recibir sin conocer esos aspectos técnicos porque por algo lo viene licitando y no desarrollándolo por su cuenta, entre muchos absurdos relacionados a esta ley que mediante reglamentos y resoluciones tratan de emparchar.
Cualquier intento de normar el proceso de contrataciones del Estado debe priorizar primero que el Estado pueda, en efecto, contratar lo que necesita, y segundo el resultado que desea obtener. Y todo esto debe tener mayor preeminencia y prioridad que la obsesión por tratar de definir como se obtiene ese resultado.
Los resultados de la Ley de Compras y Contrataciones y el modelo regulatorio de pretender decirle al Estado como hacer hasta la compra de sus lapiceros ya están a la vista de todos. El Estado está cada vez más limitado en su accionar, la transparencia del proceso es en el mejor de los casos cuestionable, y en vez de exponer a los malos actores del sector público que tienen la genuina intención de hacer un uso inapropiado de los fondos del Estado, solo ha servido para exponer a los que han sido menos capaces de cumplir al pie de la letra la maraña procesal que crea dicha ley y sus reglamentos.
La capacidad de acción del Estado es un pilar fundamental que sustenta nuestra democracia y la credibilidad esta ante la ciudadanía. Si el Estado no es capaz de ejecutar acciones que beneficien a los ciudadanos este pierde credibilidad frente a estos, y con él la confianza de la población en el sistema democrático. De ahí la importancia de que el Estado pueda hacer, y el peligro de ponerle una camisa de fuerza regulatoria carente de sentido.
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